Biografía

Los tambores de guerra ya habían empezado a sonar en Europa cuando Irene van Vlijmen vino al mundo en noviembre de 1939 en la localidad holandesa de Wert. Sin embargo, creció feliz junto a sus dos hermanas y unos padres artistas que pronto influyeron en su inquietud creativa, especialmente su madre, fotógrafa de profesión. Representaba obras de teatro en casa cuando apenas levantaba un palmo del suelo e hizo sus primeros pinitos musicales con un violín que manejaba casi a su antojo con armonía indiscutible. Irene, a pesar de su edad corta, también gustaba de estar sola, de mantener ensoñaciones propias relacionadas con las artes, la vida, los paisajes y los animales y de configurar un mundo mucho más colorista del que entonces le había tocado vivir.

Después de estudiar bachillerato en Eindhoven y asistir a clases nocturnas de diseño industrial, Van Vlijmen ya había curtido su carácter imaginativo e ingresó en la Academia de Maastricht, acaso la catapulta que le dio el impulso necesario para decantarse por sus pasiones pictóricas y escultóricas. Viaja a Segovia para asistir a un curso de verano y se enamora de ese país meridional y de su poderosa lengua, que nunca más dejará de practicar. De regreso a Holanda se matricula en la Academia de Bellas Artes de Amsterdam, donde permanecerá tres años, y posteriormente es aceptada en el Real Instituto Superior de Bellas Artes de Amberes. Finalmente, y entusiasmada con el recuerdo de su primera experiencia en Segovia, en 1965 viaja a España de nuevo con la firme intención de residir allí permanentemente. 

Irene nunca ocultó su amor infinito por el país de Velázquez, Goya o Picasso y rápidamente adoptó la idiosincrasia ibérica y absorbió su belleza, su monumentalidad, su clima y el carácter racial de sus gentes, el olor de los campos llanos de Castilla y el rumor de los pequeños ríos de esa tierra. Y volvió así a buscar la soledad que tanto le aportó a su inmensa creatividad. A pesar de sus bucólicas escapadas, no perdió el tiempo en España e ingresó de inmediato en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, donde pronto destacó entre el alumnado. Disciplinada pero libre, organizada pero virtuosa del caos que representan las pinceladas rompedoras, fue en 1966 la primera extranjera de aquella academia que participó en una gran exposición nacional de pintores españoles prominentes o en estado de gracia. Y muy poco después logró su primera exposición propia que inauguró la mismísima princesa Irene de Holanda.

El placer cautivador de España también la ayudó con determinación a enamorarse de un promotor inmobiliario español, Alfonso Fernández, con el que se casó en 1967, con solo 27 años, y tuvo tres hijos que se convertirían en el ensamblaje perfecto de su prolífica carrera posterior. No obstante, de la pintura y la escultura pasó a diseñar joyas que sorprendieron incluso al famoso diseñador Rodolfo Navarro, que empezó a delinear sus trabajos, casi oníricos, y la animó a asistir a ferias especializadas, entre ellas las de Valencia y Barcelona. Van Vlijmen había descubierto otra afición que le hizo cosechar grandes éxitos de la crítica y que la convirtieron en una artista de tanta talla polifacética que Navarro aún sigue confeccionado sus joyas. Había nacido una artista multifuncional que no dejaba indiferente a nadie en todas y cada una de sus facetas creativas. 

La pintura, ciertamente, le ofreció en la treintena las mejores oportunidades internacionales, embriagados los galeristas y coleccionistas con la perenne solidez de unos cuadros cargados de sublimes tonalidades y ensamblajes cromáticos en piezas de gran tamaño que rompían las molduras del arte discreto y que demostraban un uso impecable de los trazos para configurar escenas particulares que se dejaban arrastrar por aquellas ensoñaciones que fueron tan cultivables desde su infancia. En 1983 el poeta y escritor español Salvador López Becerra público el primer libro sobre su intensa y singular obra, mientras que en 1984 y 1985 incluso expuso sus paneles de frescos, cuadros y joyería en la imprescindible feria ARCO, de Madrid. A partir de ese momento su actividad fue frenética, fue invitada a exponer en grandes galerías de Nueva York, en el Modern Museum or Art de Santa Ana y en la Nelson Rockefeller Collection de Costa Mesa, estos dos últimos centros situados en California. Un año más tarde, en 1985, fue incluida en un libro seriado sobre Los grandes pintores españoles, siendo la única persona no nacida en España que entró por la puerta grande en esa publicación. 

Quizá la gran oportunidad de su vida llegó en 1988, al ser reclamada por el empresario japonés Yasuhiko Sata para ornamentar la torre norte de un chateu en estado de completo abandono que había comprado poco antes el financiero nipón y que pretendía reconvertirlo en un hotel de gran lujo. Se trataba del Chateau de Chailly, en la Cote D'or, e Irene lo tuvo claro desde que observó las posibilidades de aquel espacio, aún ruinoso y de aspecto sombrío y polvoriento. El japonés le dio carta blanca y de aquella libertad para la creatividad surgió el impresionante Dome su Cosmos (el templo del cosmos, en español), un auténtico monumento a la informalidad de las formas, a la magia de un casi infinito cromatismo de mosaicos encajados, uno a uno, con perfeccionismo exhausto para dar la mejor y más sencilla complejidad a un lugar que, desde su culminación, se ha transformado en una de las grandes atracciones turísticas y artísticas de una tranquila campiña francesa. Considerada por el periodismo especializado como una joya de las artes plásticas que busca la paz desde la perspectiva de todas las religiones, la obra tardó nada menos que dos años en ser concluida al ocupar 300 metros cuadrados y necesitar de más de 250.000 mosaicos de cristal traídos expresamente desde Venecia (Italia). 

El éxito indiscutible de su gran obra francesa casi coincidió en el tiempo con otra oportunidad arquitectónica, después de que su marido construyera en un pequeño pueblo de Albacete una inmensa finca-castillo que necesitaba urgentemente de un profundísimo lavado de cara. En un lugar abandonado, rodeado de un paisaje abrupto y silencioso, la finca El Ojuelo se presentaba ante sus ojos como otra propuesta idónea para que Irene pudiera desplegar toda su capacidad creativa y transformar, casi a su antojo, un edificio aún desolado y oscuro en una luminosa y colorista instalación. Feliz de poder hacerlo y probablemente en su etapa más fértil y templada, Van Vlijmen no solo decoró, otra vez en mosaicos exclusivos, todas las habitaciones del lugar, que eran muchas, sino que también se lanzó con vitalidad a diseñar el mobiliario y varias chimeneas, fuentes y tapices. Incluso la capilla de aquel castillo, de estilo románico-pirenaico, acabó convirtiéndose en otra magna obra de la artista holandesa, que aportó las tonalidades perfectas y la imaginación precisa para restablecer la pequeña grandeza de un espacio histórico destinado a la espiritualidad tanto de los ancestros como de las nuevas generaciones que admirarían rápidamente su trabajo. Incluso llegó a crear una bellísima virgen (conocida ahora como la Virgen de Ojuelo) que recuperó con definición la mística obligatoria que debe arrastrar siempre un templo religioso, por pequeño que sea. Siempre la sencilla intimidad de una mujer humilde. 

En 1991 volvió a la carga con la decoración de otras instalaciones de aspecto aristocrático, en esta ocasión de la antigua nobleza holandesa, cuando el magnate hotelero Camille Oostwegel le ofreció decorar la pared interior de la capilla familiar del Chateau St Gerlach con sus ya famosos mosaicos y frescos, además de encargarle la talla de una magnífica virgen que domina solemnemente ese espacio único. Igualmente le encargaron entonces, y prácticamente a la vez, el adorno sutil y preciosista del Grand Hotel Karel V, en Utrecht, propiedad original de la Orden Alemana y dónde Irene apuntaló con maestría su desbordante imaginación para conformar una espléndida sucesión de mosaicos, murales, bóvedas, frescos y tapices heráldicos tejidos a mano que lograrían rescatar para ese establecimiento su viejo esplendor y que lo salvó finalmente de la decadencia inevitable que suele plasmar el paso de los siglos en aquellos edificios que tienden a ser inamovibles en su estética.

Pero algo empezó a ir mal en 2001 en un tranquilo viaje a Madrid, en compañía de su querido Alfonso, que ambos organizaron alegremente para asistir a una importante exposición de Picasso. Irene empieza a encontrarse enferma, extraña en su intuición de augurios negros e inquieta, muy inquieta en esa angustia que imprime la premonición de alguna de esas enfermedades que jamás resultan compasivas. Una visita urgente al médico y un largo recorrido por centros de analítica y de cirugía agresiva le confirma a la pareja que Irene padece una enfermedad incurable. El estoicismo y la resignación de Irene sorprenden a sus más allegados, pero la tristeza de dejar a su marido y sus hijos y la imposibilidad agónica de seguir ejerciendo las artes en sus múltiples facetas no solo la hacen sufrir físicamente, sino que la tumban emocionalmente. Cien veces intentó levantar el ánimo, mil veces consiguió hacer sonreír a sus familiares más íntimos y un millón de veces luchó a mano armada contra una muerte que empezaba a perfilar su figura, pero todo fue imposible. El 1 de septiembre de 2007 Irene van Vlijmen, la gran artista y la gran mujer, falleció con calma en su casa de Málaga, entre los azules, verdes y amarillos del paisaje circundante y que, paradójicamente, se encontraban entre sus colores recurrentes, prioritarios, favoritos para darle vida a las cosas muertas. Con Irene se fue el ánimo, la inquietud, la afinidad pasional a un trabajo de extrema singularidad, la bondad, el buen humor, la fortaleza, el soberbio expresionismo de una mujer que también abrazó el surrealismo, la poesía de los mosaicos, la prosa de sus cuadros y el amor infinito por su familia española. Ella que nació holandesa y que se hizo obsesivamente ibérica en este mundo y también en el otro.







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