La Málaga miserable

Los malagueños presumimos de todo hasta el hartazgo, pero son los sevillanos los que nos dan el coñazo con sus cosas y sus coplas. Presumimos de un pintor muy autóctono que se fue y no volvió, de una feria multitudinaria que, efectivamente, se atiborra de gente que solo se muestra graciosa diez días al año o de habernos convertido en la capital mundial de los museos a los que no vamos. De ser 'la ciudad del sur de Europa', despreciando con ese artículo de dos letras mal puestas a otras urbes industrialmente muchísimo más dinámicas, o de usar el lenguaje más 'perita' que no le interesa a nadie.
Y, cómo no, presumimos de tener la mejor gastronomía de Andalucía con el mismo fundamento con el que creemos que Chiquito de la Calzá inventó el humor universal solo por ser de aquí, de esa Málaga paradisíaca y muy hospitalaria que no lo es tanto. Paradójicamente es la propia gastronomía la que confirma mi escepticismo.
Jamás, y digo jamás, he visto en ningún sitio tanto camarero tan mal encarado, tanto cocinero de chufla pero vanidoso, tantos restaurantes con ínfulas y tanto hostelero golfo que se considera imprescindible solo por sablear sin pudor a rubios con chanclas y calcetines, tontos sublimes frente a tanta genialidad.
He comido en toda Andalucía -algo de lo que sí puedo presumir yo, aunque solo sea por el hecho de poder comer todavía- y manejo referencias gruesas para instruirme en conceptos, tratos y diferencias. Y desafortunadamente me veo obligado a admitir que el tapeo en Málaga es inexistente, carente de cualquier personalidad, miserable y de paupérrima distinción, siempre que usted no eche mano de la cartera y la abra en toda su extensión. Ración, media ración, no hay tapas de esas, pague y vaya usted con Dios. En este contexto Málaga no es ni España porque es mucho más Suecia o Escocia, donde el tapeo por cuenta de la casa es tan común como la sardana en Oslo.
Tener más estrellas Michelin que cualquier otra provincia andaluza no es bueno ni malo; es simplemente anecdótico porque la inmensa mayoría del personal no cenará nunca en esos establecimientos. Y presumir -otra vez presumir- de ser la capital culinaria de la región entera, de toda ella, por disfrutar de siete u ocho estrellas que ni veremos por el telescopio, una simple estupidez. La cocina siempre debe medirse en la planicie, de manera global, con una perspectiva singular y competitiva y de asequibilidad extensible a cualquier estrato social. Pero en esa llanura los malagueños hemos perdido de vista los límites de nuestra cordillera. Somos caros para lo que ofrecemos y no hay más lectura que esa, por muy ruin que le parezca. Cervezas a tres euros sin una aceituna o vinos sobrevalorados en compañia de diez cacahuetes sobados. Rioja o Ribera, cuidado, nada más que nos identifique. No lo digo yo, lo dicen mis amiguetes madrileños, catalanes, riojanos, gallegos, vascos, e incluso de Sevilla, Granada, Jaén o Almería, cuatro provincias cercanas cogidas a boleo cuyo fabuloso tapeo nos da mil vueltas al coste de una caña. A nosotros nos basta correr los cien metros lisos para convencernos también de que somos los más rápidos. Y otra vez los más peritas. 

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